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Historia de un trámite

Mtro. José Guadalupe Luna Hernández

 

Quizá no sea habitual que, al examinar y monitorear el funcionamiento de trámites administrativos, recurramos a los autores clásicos. Con todo, se antoja oportuno para evitar extraviarse en la compleja fenomenología del ejercicio de las funciones gubernamentales, así como para contextualizar la revisión y mejora de su desempeño en la atención de las personas. Vale pues la pena iniciar este análisis recordando que el propósito del gobierno “es la vida perfecta y autosuficiente, es decir, en nuestro concepto, para una vida bella y feliz. La Comunidad política tiene por causa, en suma, la práctica de las buenas acciones y no simplemente la convivencia” (Aristóteles, 1967).

Las buenas acciones a las que se refería El Estagirita son, sin duda, parámetros para identificar las particularidades del gobierno; particularmente la capacidad para tomar decisiones y hacer que se cumplan (Stoker, 1998); así como proporcionar los bienes públicos que el pueblo necesita y desea (Levi, 2006). Una de las diversas formas en las que se aprecia esa capacidad para tomar decisiones, que permita acceder a bienes, o la autorización para desarrollar determinadas acciones, consiste en la atención gubernamental a las inquietudes y necesidades de las personas mediante la ejecución de trámites públicos. El estudio anterior ya se refería a la definición de trámite que establece la Ley General de Mejora Regulatoria, que recuperamos nuevamente; señala que se refiere a “cualquier solicitud o entrega de información que las personas físicas o morales del sector privado realicen ante la autoridad competente en el ámbito federal, de las entidades federativas, municipal o de la alcaldía, ya sea para cumplir una obligación o, en general, a fin de que se emita una resolución” (a.3 f. XXI).

Es en la atención de tales solicitudes donde el comportamiento de los servidores públicos puede ser consistente con las disposiciones jurídicas y administrativas existentes, o donde desgraciadamente comienzan a adoptarse decisiones en las que, al amparo del poder delegado en la administración pública, se procura satisfacer el interés particular en lugar del interés público, propiciando un beneficio indebido.

En el diagnóstico de la Política Nacional Anticorrupción, al diseñar el árbol de problemas que permite identificar las principales causas de la corrupción en nuestro país, se distinguen cuatro de tipo general, así como diversas subcausas. Para efectos del presente análisis vale la pena destacar la causa 3: “Distorsión de los puntos de contacto entre las instituciones de gobierno y la sociedad” y la sub causa 3.1: “Persistencia de áreas de riesgos que propician la corrupción en las interacciones que establecen ciudadanos y empresas con el gobierno al realizar trámites y acceder a programas y servicios públicos” (Sistema Nacional Anticorrupción, 2020)”

Las causas descritas adquieren relevancia si se considera que, como refiere la misma Política Nacional Anticorrupción, el fenómeno de la corrupción implica un “orden social que privilegia modos de interacción e intercambio basado en el particularismo y el favoritismo que pueden manifestarse en comportamientos institucionales y sociales que transgreden principios éticos y de integridad” (Sistema Nacional Anticorrupción, 2020).

Si segmentamos el problema de la corrupción sin duda podemos pensar, como han referido diversos autores, en la alta corrupción que implica el indebido aprovechamiento de los recursos públicos y la baja corrupción que es la que impera en la relación directa entre el gobernante y la sociedad. En el primer caso, si bien los efectos pueden ser generalizados en la sociedad o en determinados sectores de ésta, el proceso para determinar la individualización de sus efectos es más complejo y diferente a lo que ocurre en el trato directo y en los actos de corrupción presentes en los puntos de contacto existentes entre el gobierno y la sociedad.

Al evaluar y monitorear el desempeño institucional, a través de la atención de los trámites públicos, se pretende atacar este fenómeno cuyo universo posible de acciones se ha situado, según cifras atribuidas al INEGI, en 260 millones de trámites o solicitudes de servicios anualmente, tan sólo en el ámbito de las entidades federativas; de los cuales 76.5 millones los realizan las empresas que, además, se encuentran sujetas a 2.5 millones de procesos de verificación. Los actos de corrupción realizados en torno a esas dos actividades implicaron 1,600 millones de pesos con un costo en promedio, de $12,000.00 por empresa afectada, según la ENCRIGE (INEGI, 2016); mientras que el costo de la corrupción en la realización de trámites o en el acceso de la población a servicios implicó un valor por 7,200 millones de pesos, en promedio 2,200 pesos por persona afectada, según otra edición de la misma ENCRIGE (INEGI, 2017).

De ahí la importancia que se asigna, tanto en la Política Nacional como en la Política Estatal Anticorrupción, para tratar de mejorar los puntos de contacto entre el gobierno y la sociedad para controlar y combatir la corrupción en ese nivel.

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